Club Literario de Miami

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Thursday, November 08, 2007

El viaje

El avión tocó tierra a las 11 de la noche hora local. Era viernes, pero en Sydney el reloj marcaba ya la una de la tarde del sábado. Había perdido la cuenta de las horas que llevaba viajando, y sobre todo el tiempo que llevaba sin dormir. Se sentía pegajosa, con el dolor de cuello típico que tenía cuando viajaba semanalmente a Singapur. El aire caliente y la humedad le golpearon en la frente, dejándola aturdida al abrirse las puertas de la Terminal A del aeropuerto. Sintió una necesidad inalterable de sentarse, pero bastó con una bocanada de la polución que descansaba en el aire para recuperar el sentido. Su pelo rubio, fino y liso estaba sucio y grasoso. Odiaba esa sensación en su cabello, le recordaba a los días de esgrima en casa de la abuela. Anhelaba una ducha fresca, quería dormir.

El cansancio no le dejó encontrar el autobús que la llevara hasta el hotel, a fin de cuentas prefería la comodidad de un taxi. No le importó que la engañaran en el precio, era la primera vez que visitaba la ciudad y se lo dijo al taxista nada más balbucear la dirección del hotel. Su compañía pagaría por todos los gastos, y su cerebro ya no daba para hacer más cuentas de cuanto podía gastar. La conferencia era temprano, al día siguiente, y para cuando llegó al hotel el reloj de la entrada ya daba las 12 y 10 de la media noche. Sonámbula, recibió la llave de su habitación y encontró de casualidad el ascensor que la llevó hasta su salvación, ya no aguantaba el sueño. Al abrir la puerta le llamó la atención el olor a menta. Le gustó esa sensación de frescura en su nariz. Cerró los ojos, respiró hondo y el frío de la habitación se le instaló en la parte externa derecha del cerebro. Dejó sus dos maletas junto a la silla y se quitó los zapatos. Las cortinas estaban recogidas junto a la pared y las luces de la ciudad iluminaban delicadamente el espacio. Encendió la luz, pero sintió dos puñales en los párpados. Apagó la lámpara y sus ojos descansaron de nuevo. Bajó la cremallera de su falda que quedaba en la parte de atrás, tardó dos segundos en deslizarse por sus piernas para terminar arrugada en sus pies adoloridos. No dejaba de observar el bullicio de la ciudad. El mar dormía mientras 4 luces lo navegaban gentilmente. Sintió la necesitad de salir al balcón y respirar el paisaje desde el piso 23. Las marcas de su sostén eran profundas en su espalda, sintió un gran alivio al soltarlo y dejarlo caer junto con la camisa. Tuvo miedo de quedarse dormida, no podría faltar a la conferencia, por eso antes de salir al balcón, puso la alarma de su teléfono móvil. Casi desnuda, sintió una incomodidad por el roce de las bragas. No tardó en quedar desnuda y salir al balcón a investigar la ciudad desde la altura. El sueño y el dolor en los ojos no le dejaban enfocar bien las luces de la inmensa jungla.

Abrió la puerta del balcón y el golpe de humedad le afectó de nuevo. Dio dos pasos y se agarró a la barandilla. Sintió que el suelo se acercaba, o que ella bajaba 10 pisos de golpe. Lo más probable es que fuera el sueño o la humedad, y ahí se dio cuenta que necesitaba una ducha inmediatamente. Entró en la habitación y fue directa al baño. El agua tibia bajaba por su cara y formaba una cascada que golpeaba sus senos. El roce de sus manos por su cuerpo le trajo a la memoria el tiempo que llevaba sin sentir un hombre. Pensó que dormiría tranquila después de saciar su sed en la cama con sus dedos. El pelo se oscurecía con el paso del agua, que se deslizaba por su espalda, contorneaba su mayor orgullo físico, para terminar recorriendo sus piernas y perderse en la ducha. Terminó de enjuagarse, pero no quiso secarse todo el cuerpo, quería sentir el frío de la habitación en su piel. Apagó la luz del baño y quedó casi a oscuras en su cuarto. La volvió a prender para buscar su teléfono antes de meterse en la cama y un grito de mujer la sacó de su somnolencia. Una pareja, totalmente desnuda, dormía en su cama. Desnuda ella también, gritó mientras el extraño la miraba de arriba abajo con una leve sonrisa. Se sorprendió al no sentirse incómoda por la mirada, pero no comprendía como habían llegado hasta su habitación estas dos personas.

Gritaban las dos mujeres a la misma vez. Ellas alegaban que ese era su cuarto. El hombre solo miraba a la intrusa y tras unos segundos le puso la mano a su mujer en el muslo para intentar calmarla. Ella lo miró, la complicidad de la pareja se advirtió en sus ojos. Mientras tanto la intrusa señalaba sus maletas para confirmar que esa era su habitación, pero los bultos no estaban allí. Explicó lo sucedido. Entró a la habitación, se quitó la ropa, aunque ésta había desaparecido. Salió al balcón. Abrió las puertas para explicarlo mejor. Salió desnuda, la otra mujer la siguió. Una vez en el balcón, vio una puerta igual a la que acababa de abrir. Se asomó y vio su ropa en el suelo en el cuarto de al lado.

Las habitaciones compartían balcón. Avergonzada, se giró para pedir una disculpa a su vecina. Las dos desnudas en el balcón intentaron sonreír, pero el viento y la noche hicieron que sus labios se juntaran. El hombre recibió a su compañera, y de la mano le acompañaba la rubia australiana. A las 8 de la mañana del sábado sonó su teléfono. Sintió un gran escalofrío. La sensación de satisfacción la abrumaba, era la primera vez que experimentaba algo así, y le había encantado. Sintió la cama fría, el calor de horas atrás había desaparecido al igual que sus vecinos. Levantó la mirada y vio sus maletas junta a la silla, su falda en el suelo junto a sus bragas. Su camisa descansaba en la alfombra, justo donde la había dejado la noche anterior en su propia habitación.

Joaquín Duro

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