Club Literario de Miami

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Thursday, November 08, 2007

Fratelli Guastalla

Con la curiosidad que un gato se aproxima a un extraño abrió la caja Sofía, mientras su padre la miraba sigiloso, expectante, recordando las horas de sacrificio que había invertido en su regalo. Los ahorros de seis años, las ilusiones de su humilde familia, todo lo que tenía lo había dedicado sin arrepentimientos en su obra, solo para complacer el último deseo de su esposa Fiorella. Ella murió días antes de que Alfredo comenzara a fabricar el regalo de Sofía. Siempre estuvo segura que algún día su hija los sacaría de la miseria, pero para ello necesitaría una herramienta acorde a su talento.

La familia Guastalla vivía en la Región Emilia, al norte de Italia. Un pueblo de paisaje áspero y medianas lomas, entre Parma y Modena, con los Alpes a las espaldas. Los inviernos eran oscuros, de días fríos, suave lluvia y atardeceres de viento helado que bajaba cortante procedente de los serios picos nevados de la enorme cordillera. La vida era pobre en la Región Emilia, escaseaba el trabajo y los vecinos no sabían si habría un plato caliente en la mesa al ponerse el sol. La guerra terminó y los pocos hombres que regresaron se dedicaban a la caza, la tala o simplemente al cultivo propio. Alfredo era diferente, tenía un talento, trabajaba la madera como pocos y su apellido era nombrado en varios pueblos vecinos. Oficio de familia que había heredado poco antes que naciera Sofía. Dos años después emprendió un viaje donde miró la muerte a la cara mientras peleaba contra una nación de paradero desconocido, y es que de muy temprana edad cambió los libros por el cincel.

La luz de candil era tenue, suficiente para alumbrar la mesa de pino donde yacían unos restos de pan, un cuchillo de mango negro de goma y el regalo de Sofía. Sus rizos negros se descolgaban golpeando sus mejillas blancas, su risa paralizaba a su papá. La caja era sencilla pero robusta y al abrirla el olor a barniz quiso marearla. Dejó escapar una sonrisa, Alfredo ya lloraba cuando su hija le dijo que era el violín más bonito que jamás había visto. La tapa de Pino Silvestre, marrón rojizo viejo le recordó a la caja en la que dormía mamá. Las clavijas, el cordal y diapasón de ébano como la tierra que la cubría. El alma había sido pulida por Alfredo todas las largas noches solitarias mientras Sofía dormía durante 6 completos años. El primer violín terminado fue marcado con la frase Fratelli Guastalla Liuta. Alfredo en Reggiolo Emilia, 11 de noviembre de 1925. Sofía cumplía 12 años, vagamente recordaba a su madre pero la sentía apoyada en su hombro cuando empuñaba su arco.

Cuatro años después Alfredo enfermó. La música de Sofía había atraído a los más ricos mercaderes de Europa, todos querían un Guastalla Liuta, así era como ya se le conocía a los violines que fabricaba el humilde carpintero. Murió una tarde de verano. El sol mojaba el cielo de un naranja triste. El sudor recorrió la espalda de Sofía toda la noche mientras despidió a su papá con el violín al hombro, y su mamá recogía sus lágrimas.

Veinte años pasaron y el violín no dejó de llorar. Sofía embarcó en La Veloce. Era un jueves amargo de 1949. En sus manos su Guastalla y rumbo Venezuela. Los gritos incesantes, pañuelos al viento de las madres que lloraban por sus más valientes que embarcaban en el vapor en busca de un mejor futuro. Atrás quedó el olor a pino de la carpintería de papá. Los años pasaron y el Guastalla de Sofía entonó las mejores melodías en los escenarios más grandiosos de todo el continente. El arco se deslizaba sobre las cuerdas con la misma gentileza que Fiorella acariciaba a Alfredo. En las noches Sofía lloraba y el violín la confortaba hasta que comenzaba a soñar. Fue el 17 de febrero de 1975 cuando la niña de mejillas blancas y pelo rizado abandonó su violín con sus ojos negros abiertos para no olvidarlo jamás.

Doce años de polvo, olvidado en el fondo de un desván, entre colchas, almohadas y una bicicleta sin frenos. Sobre él habían pasado los diplomas de ingeniería, el puzzle de 1000 piezas al que le faltaron siempre 3 de ellas. El olor a naftalina lo mantuvo con vida, soñando con sus días en Emilia, su viento seco y la risa de una niña que quería ser mayor para aprender a tocar, algún día, el cielo con su música. La oscuridad indecisa, la soledad desesperada y dos cuerdas que se rindieron.

Una mañana Nelly abrió la caja y sintió el mismo viento helado. Su hija Lía tocaba el violín desde los cuatro años y éste era el regalo perfecto para su decimosegundo aniversario. No dudó en comprarlo a precio de mercado de barrio, sin saber, claro, el valor de esa obra maestra. Pero el tiempo pasó y el Guastalla dormía aburrido en los pies de la cama mientras la joven veía correr las horas sin prisa.

Cumplió dieciséis años y sus padres se marcharon. Miró por primera vez con tristeza el violín que al tocarlo la acercaba a sus seres más queridos. Su compañero inseparable se convirtió desde ese momento, y su música entusiasmaba a los niños. Le llamó Julián. Ese era el nombre que Alfredo y Fiorella habían elegido para su hijo que murió antes de ver los grandes ojos negros de Sofía.

Desde ese día el Fratelli Guastalla Liuta no ha dejado de llorar. Música etérea, elegante, sofisticada y triste al mismo tiempo. Lía mueve sus dedos, nunca sonó igual. Alfredo y Fiorella se besan de nuevo. Sofía juega a ser niña. Mientras que orgullosos, Juan y Nelly respiran la melodía de su hija Lía, desde el alma del Fratelli Guastalla la siguen amando.

Joaquín Duro

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